miércoles, 26 de agosto de 2009

A la hora de la siesta

Tras un suculento almuerzo, los que no descansamos con la típica siesta andaluza, nos sentamos en las escaleras de la entrada a la sombra de la higuera. Para los que somos de ciudades cuyas asfixiantes temperaturas infernales no nos permiten salir a la calle antes de la puesta de sol, es revitalizante poder permanecer a esas calurosas horas veraniegas sentados a la interperie. Allí plantados dedicamos el tiempo a charlar sobre cualquier cosa que se nos pase por la cabeza y ha sido así como nos hemos ido conociendo casi todos. Aparte del grácil ejercicio de la lengua durante la cháchara y el continuo movimiento espantador-de-moscas, solamente nos reactivamos para hacer uso de los artilugios malabarísticos que algunos de los voluntarios han traido o que hemos encontrado por ahí. Al principio prueba todo el mundo, pero solo permanecen intentándolo aquellos que o se hayan desesperadamente aburridos o cuyo afan de superacion sea mas alto que la ausencia de ganas de agacharse a recoger el palo chino o las bolas cada vez que uno se confunde (que en general suele ocurrir muy a menudo sobre todo cuando se está empezando). Aparte de eso, la tarde transcurre con tranquilidad hablando de nuestra vida.
Otro caso similar ocurre justo antes de cenar, cuando estamos ya la inmensa mayoría duchados y fresquitos, en la que más allá de darle a la lengua, los personajes del campo de trabajo cuentan sus mejores (o no) chistes, amenizando la velada para hacernos olvidar que tenemos hambre y que lo único que nos queda es esperar a los rezagados practicantes de ducha libre que aprovechan los últimos 5 minutos para pegarse un remojón.
Así, día tras día, despues de levantarnos, "trabajar", comer, "dormir la siesta", practicar actividades, cenar y contar chistes, se nos está pasando la semana completa, y antes de que nos demos cuenta estaremos de nuevo en nuestras respectivas casas echando de menos la fresca sombrita de los escalones de la higuera.

Mari Paz

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